Era una lluviosa mañana de domingo, en la que me sentía extrañamente desasosegada -la lluvia solía agotar mi espíritu, me entumecía- sin embargo aquella mañana deambulaba por la casa sin parar.
La semana había transcurrido como tantas otras dentro de esa cómoda rutina en la que se instala la vida. No sabía que ocurría pero algo había cambiado, la cotidianidad me ahogaba.
Tenía que ocuparme en algo o me volvería loca y como temía ordenar mis ideas opté por ordenar la casa -patético recurso de evitación-.
Sin saber muy bien porqué, comencé por sacar al pasillo las cosas que Gabriel tenía en mi casa -no convivíamos de manera permanente, solo cuando nos apetecía estar juntos- saqué sus zapatos, su ropa, sus libros, sus útiles de aseo, resumiendo todas sus cosas.
¡¡¡Ufff!!!
La visión era desalentadora, el pasillo parecía un rastrillo pero yo estaba cada vez mejor, a medida que me deshacía de sus cosas me iba envolviendo en una paz que hacía mucho que no sentía.
Cerré los ojos y vi con claridad algo que llevaba eludiendo desde hacía tiempo y que me costaba reconocer -hay ciertos "para siempre" que ya nacen con fecha de caducidad-.
El sonido de la llave en la puerta me devolvió a la realidad.
Observé a través de la ventana que fuera había parado de llover, pero mi interior comenzaba a cubrirse de esa nubosidad que precede a la tormenta y que empapa el alma con sus gotas.